lunes, 15 de diciembre de 2014

izquierda, derecha. E, Iglesia.

el Partido Popular ha decidido apretar el acelerador e imponer en el Congreso de los Diputados su proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana. Lo ha hecho para lanzar a la oposición política y social un rugido  de dureza. Para emular a Fraga y anunciar que la calle es suya y que no permitirá que nadie se la dispute. Hace unos años, el gesto podría haber resultado eficaz. Ahora no. Con la corrupción carcomiendo sus estructuras, con el aumento de la precarización social, con el desafío que suponen el proceso soberanista catalán y el imparable auge de Podemos, la decisión del Gobierno aparece como un signo de debilidad que, tarde o temprano, puede acabar volviéndose en su contra. 
 Ciertamente, este empeño represivo no es nuevo. En los últimos años, cada medida privatizadora, cada despojo de los bienes públicos, comunes, ha venido acompañado de alguna iniciativa dirigida a criminalizar la protesta. Esta estrategia tiene su lógica: avasallar los derechos sociales y laborales básicos exige mantener a raya las libertades civiles, políticas y sindicales que permiten reclamarlos. La propuesta de endurecimiento del Código Penal impulsada por Ruiz Gallardón fue una primera señal en esta dirección. Y la Ley de Seguridad Ciudadana se convirtió muy pronto en su complemento más idóneo. 
 La Ley de Seguridad Ciudadana se gestó por si los jueces se ponían quisquillosos al no considerar los movimientos sociales: scraches, las manifestaciones frente al Congreso, como delitos penales.
El Gobierno, en realidad, ya lo venía haciendo. Desde la aparición del 15-M, infracciones leves, como negarse a facilitar el DNI, desobedecer ciertos mandatos de la autoridad u originar desórdenes en los espacios públicos acarrearon multas administrativas de hasta 300 euros. Estas sanciones afectaron a todo tipo de colectivos: desde el Sindicato Andaluz de Trabajadores hasta la PAH, desde los Afectados por las Preferentes hasta empleados públicos, ocupantes de centros sanitarios, activistas ecologistas y vecinales y trabajadores en general.  A diferencia de lo que ocurre con las sanciones penales, las multas administrativas pueden ser interpuestas directamente por las Delegaciones de Gobierno, sin control judicial previo. Son menos aparatosas que la represión física directa y suponen una lenta pero eficaz asfixia económica. Además, recurrir judicialmente estas multas puede llegar a costar unos 2.750 euros, algo que  queda fuera del alcance de cualquier manifestante medio.
En la propuesta gubernamental, el espacio público deja de ser un espacio de participación política, para convertirse un ámbito regimentado y expurgado de toda connotación conflictiva. El grueso de las objeciones jurídicas, de hecho, que podían plantearse a la primera versión de la propuesta gubernamental mantiene plena validez. Se siguen contemplando, de manera vaga y claramente reñida con el principio de legalidad, numerosos ilícitos que suponen una restricción absolutamente desproporcionada de la libertad de expresión y del derecho de reunión y de manifestación.  Impedir un desahucio, no identificarse ante un agente de policía, o difundir imágenes de antidisturbios, incluso golpeando a manifestantes, podría suponer multas de 600 a 30.000 euros.
 Que Fernández Díaz, como Fraga, querría que la calle fuera suya, parece evidente. No obstante, el Ministro haría bien en recordar la advertencia lanzada por Montesquieu hace algunos siglos: cuando se busca con tanto afán hacerse temer, es muy probable que se acabe consiguiendo antes hacerse odiar

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