Hace unos días, el Consejo General del Poder
Judicial vino a certificar uno de los rostros más duros del despojo
masivo que ha generado la crisis. Según el órgano de gobierno de los
jueces, entre julio y septiembre de este año se produjeron 13.341
desahucios, un 7,3% más que en el mismo período de 2013. De este total,
que incluye todo tipo de inmuebles, un 43,4% se derivó de ejecuciones
hipotecarias. Un 51,3%, en cambio, se produjo por impagos de alquiler.
Ninguno de estos fenómenos es un mal divino o el producto de
inevitables leyes naturales. Obedecen a decisiones políticas concretas,
orientadas de manera deliberada a favorecer a los grandes poderes
financieros e inmobiliarios. El aumento exponencial de los desahucios
por impago del alquiler, por ejemplo, resultaría inexplicable sin la
aprobación, ahora hace un año, de una ley eufemísticamente denominada
“de flexibilización y fomento del mercado del alquiler”. Aquella norma,
que contaba con el antecedente de una legislación similar apoyada por el
PSOE, se impulsó con la excusa de “dinamizar el mercado de alquiler”.
No obstante, su objetivo era otro: debilitar la posición ya precaria de
los inquilinos, criminalizar los impagos por razones de necesidad y
facilitar los desahucios exprés. La ley no hacía ninguna mención a las
familias que con motivo de la crisis carecían de toda posibilidad
material de pagar el alquiler. En cambio, preparaba una cómoda pista de
aterrizaje para los grandes inversores de capital, a los que se ofrecía
importantes exenciones fiscales.
Este fenómeno
coincidió con otros que facilitaron la privatización del parque de
viviendas disponibles y la condena a la precariedad residencial de miles
de familias. En poco tiempo, miles de viviendas particulares y públicas
en manos de comunidades y ayuntamientos pasaron a manos de fondos
buitre como Apollo, Goldman Sachs, TGP, Värde, Blackstone o Lazora.
Obsesionados por la búsqueda de dinero rápido a cualquier precio, estos
fondos no han mostrado compasión alguna por las condiciones económicas
de los inquilinos. Así, han acabado condenando a la intemperie a miles
de personas y familias que no podían hacer frente al pago del alquiler o
de sus suministros básicos. Y cuando desde algunas comunidades
autónomas se ha intentado adoptar medidas tímidas para compensar esta
situación, el Gobierno del PP no ha tardado en ponerse de lado de las
grandes empresas y en instar su suspensión ante el Tribunal
Constitucional, como ha ocurrido con la ley de vivienda andaluza o con
el decreto-ley catalán contra la pobreza energética.
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