Me incorporé sobresaltado al escuchar mi nombre por una voz proveniente de la diagonal hacia donde tengo el televisor. Apoyado en la mano derecha, miraba hacia el lugar, percatándome de que unas manos invisibles estiraban el espacio, de aproximadamente dos metros de donde se encuentra mi cama, como si de una gelatina se tratase. He pensado siempre que el espacio era el vacío contenedor de todo y por tanto, no sujeto a manipulación alguna, pero a partir de aquel momento he cambiado un poco mi manera de objetar las cosas. Sin embargo, el espacio curvaba a cada empujón dibujando un perfil al otro lado, pero era difícil estirar mucho o al menos en aquella habitación sí lo era. No duró la experiencia y ante lo obtuso de la cosa, ahora pesándolo no lo era, reposé la cabeza en la almohada y seguí durmiendo.
A la mañana cuando desperté, me encontraba totalmente relajado; me acordaba perfectamente de todo lo acontecido a las dos, tres de la mañana, y empecé a darle al coco de lo que debía haber hecho, de haber sido un poco más curioso. Alguien podría pensar que fue miedo lo que impidió a la curiosidad dar rienda suelta, pero de haber tenido miedo habría salido del cuarto a toda velocidad.
Pienso que determinadas cualidades las hemos adherido a circunstancias que manejamos. Ponemos algunas al servicio del trabajo que realizamos; otras las añadimos a los afectos; otras nos son útiles cuando corremos, compramos, etc., etc. Y están tan ubicadas en las acciones que cuando te sucede una cosa, por muy importante que sea, no tienes la herramienta para indagar. Y de esa forma perdemos, en la vida, multitud de acontecimientos relevantes para nuestro triunfo cotidiano.
Me preguntaron una vez si creía en las señales premonitorias y respondí que no. Sin embargo, todas las cosas que nos encontramos a nuestro alrededor nos conectan con nuestro interior como piezas en un puzzle; a lo que llamamos: “déjà vu”. Sólo las prisas y preocupaciones nos alejan de esos despertares de conciencia.
lunes, 28 de junio de 2010
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