sábado, 18 de julio de 2009

En sólo un instante, del tiempo, la mente se aquieta, el cuerpo se relaja, y la sombra del pasado hace presencia ante uno, unificando el interior en una sola y real existencia. Esa es la representación de nuestra sombra. No sólo es la opacidad de nuestro cuerpo al no dejar pasar los rayos solares, sino que pertenece a esa parte de nosotros con movimiento propio, con sensaciones propias, con vida en sí misma. La incesante lucha entre la oscuridad y la luz, da paso a ese despertar clónico, que sin alardes de grandeza, dejan al individuo en su más silenciosa vivencia. Y anda con ojos de saltada sorpresa al que le somete la atención plena. La atención: que sólo enfoca al interior. La atención: que no se fija en el exterior, porque su mundo es central y presente. Toda actividad cesa y el niño, interno, conjuga espacio y tiempo en cada acto que manifiesta. Y no ve pasar el tiempo. No hay sombra que le susurre al oído la existencia de otra cosa que no sea lo que en ese instante está haciendo. Y el día que le da por pensar, marca el tiempo con un diapasón distinto al de la música que gobierna las estaciones. Ese día ata, sin querer, a la mente al murmullo constante de las ideas en pensamientos atropellándose en la cabeza y la espiral de miedo invade su sombra oscura. Ésta aterida, a la conciencia, a la luz, se aferra cada vez más nublando el despertar de ellas. Y toma el rol de éstas hasta creerselo, sumiendo al individuo en el olvido de su existencia. La sombra: la que nos acompaña de la cuna a la fosa.

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