Ayer, domingo, husmeando por las calles de Valencia, en Fallas, me encontré la puerta de la Iglesia de Cristo el Salvador, abierta. Como buen abuelo que no tiene miedo a que le saquen, con buenos modales, de los sitios a indagar... me encontré, de frente, con la talla del Cristo, y con el cura, leyendo, a su derecha, al que pregunté por la talla del Cristo que me pareció diferente a las tallas a las que estamos acostumbrados a ver en las iglesias españolas. Y, el hombre, no tuvo ningún inconveniente en relatarme la historia del nombrado.
Durante la riada del Turia, en 1250, una imagen del Crucificado con luces en sus brazos apareció flotando sobres las aguas, río arriba, embarrancó y se detuvo en su margen derecha, junto a la puerta de la Trinidad. Salvada de las aguas, la imagen fue depositada en la casa del Cid y luego en una capilla de la Catedral. A la mañana siguiente, aparecía en la ermita de San Jorge, cercana al lugar donde se había detenido la víspera. Devuelta a la Iglesia Mayor, de nuevo vuelve a la ermita. Allí se queda definitivamente, pasando la ermita a ser parroquia con el título del Salvador.*
El aprecio a la sagrada imagen creció con el tiempo, sobre todo al identificarla con el Cristo de Berito (Beyruth), arrojado al mar cuando ocuparon los árabes aquella ciudad. San Vicente Ferrer, la Beata Inés de Benigánim y otros muchos cristianos distinguidos vivieron y difundieron su devoción, de tal manera que, desde los años de Santo Tomás de Villanueva, el Cristo del Salvador preside las rogativas y procesiones en época de sequía y recibe las invocaciones de la ciudad en momentos calamitosos.
Al templo, antigua mezquita, se la han hecho numerosas restauraciones, adquiriendo sus actuales proporciones en el siglo XVI.
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muévenme, al fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
* Para mayor gloria, y habiendo sido salvado de las aguas, se prende fuego, siendo
la cruz la incendiada..., sin que la imagen fuera dañada.
¡Cosa de milagros!
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